La historia del músico y compositor argentino Nahuel Pennisi comenzó de una forma inusual. Sus padres, músicos, le ofrecieron un bajo y el niño empezó a tocarlo con el mango hacia la derecha. Lejos de seguir el camino tradicional, se acercó al instrumento de forma única, tocando al revés, con una técnica propia que nació del juego y la intuición.
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En lugar de corregirlo, sus padres tomaron una decisión fundamental: dejarlo experimentar.
«Ellos lejos de decirme, mirá, tenés que fijarte de tocar de la forma tradicional, no, me dejaron que juegue, y eso creo que fue muy importante, porque yo ahí aprendí a escuchar el bajo, aprendí a a darme cuenta de que la música me estimulaba día a día; pasó algo más grande», comentó Pennisi durante una charla ofrecida hoy en el Congreso CREA que se está realizando hasta mañana viernes en Tecnópolis.
Ese gesto de respeto hacia su proceso creativo sembró la semilla de lo que sería su relación profunda con la música. El descubrimiento no fue solo técnico, sino emocional y espiritual. Ese vínculo con el instrumento le permitió escucharse a sí mismo, reconocerse en el sonido, y despertar una pasión que lo acompañaría para siempre. A medida que avanzaba, se dio cuenta de que su técnica era distinta a la de los demás. No tenía a quién pedirle ayuda, porque nadie tocaba como él. Pero en lugar de detenerse, utilizó su oído, su imaginación y su deseo de aprender para crear un lenguaje propio con el bajo.
Hubo momentos de duda también. Un profesor le dijo que su forma de tocar no estaba bien, y por un tiempo intentó aprender la técnica tradicional. Le pidió ayuda a su padre y comenzó a tocar «como los demás». Pero rápidamente se dio cuenta de que su camino era otro. Volvió a su forma original de tocar, más intuitiva, más suya. Reconoció que tenía que escucharse, confiar en su oído y en su corazón.
«En un momento le pedí a mi padre, ¿me enseñas a tocar de la forma tradicional? Porque quiero ver cómo cómo es. Y a la segunda clase le dije, no, mirá, papá, la verdad que tengo los los comandos cambiados; prefiero seguir así», relató.
Desde muy pequeño, Nahuel, quien es ciego de nacimiento, ya se destacaba. A los siete u ocho años tocaba en los recreos y en los actos escolares. Era «el nene que toca el bajo», y así comenzó a compartir con otros lo que para él era un descubrimiento íntimo. Pero como suele ocurrir en las historias de crecimiento, llegó una ruptura: le robaron el bajo. Un momento doloroso que, sin embargo, lo impulsó hacia un nuevo instrumento: la guitarra.
De música y fe
La guitarra no fue solo un reemplazo físico, sino un nuevo universo sonoro para él. Descubrió las cuerdas, la madera, el tacto. Y también descubrió algo más grande: la fe. En ese mismo tiempo comenzó a ir a catequesis, y esa experiencia espiritual fortaleció su autoestima. Creer en Dios le enseñó a creer en sí mismo. La música se convirtió en refugio, en vehículo de expresión, en camino de vida.
Uno de los hitos más importantes fue cuando decidió tocar en la calle. No lo hizo por necesidad económica, sino por una vocación existencial. La primera vez fue con miedo, con muchas preguntas, pero con amor. Fue un amigo quien lo inspiró a dar ese paso. Y ese primer día, lo acompañó su abuela, siempre cómplice. Volvió a casa emocionado. Su padre le dijo: “Ahora podemos morir tranquilos, porque sabemos qué vas a hacer con tu vida”. Tenía solo dieciséis años, pero ya había elegido su camino.
Esa decisión lo llevó a crecer no solo como músico, sino como persona. Empezó a tocar con otros, a formar equipos, a entender que el arte —como la vida— se construye con los demás. Descubrió el valor de escuchar, de compartir, de abrirse al otro. Supo que no se puede todo en soledad, y que el crecimiento se potencia cuando hay amor, respeto y humanidad.
En ese proceso también aprendió a trabajar en grupo. A confiar en los demás, a delegar, a entender que cada integrante de un equipo aporta algo único. Aceptar ideas, cambiar de perspectiva, transformar las dificultades en oportunidades. El buen trato, el respeto, la escucha activa se volvieron pilares, tanto en la música como en la vida.
«Para hacer música, para trabajar en armonía con un ensamble, cuando estamos con una orquesta o armamos un show, hay que saber escuchar al otro; la virtud que que tiene que sobresalir es escuchar», destacó.
Entendió que cambiar no es una traición a uno mismo, sino una señal de evolución. Que todos estamos en proceso. Que incluso si uno lleva adelante un proyecto con su nombre, necesita del alma de otros para que ese sueño florezca. Como en una orquesta, donde cada instrumento tiene su lugar, cada persona en un equipo debe sentirse parte, respetada y escuchada.
Al final, lo que sostiene todo es la esencia: la música como expresión del alma, como lenguaje universal, como refugio emocional. Para él, la música no es una competencia, no gana quien llega primero. La música es amor. Es abrir el corazón, compartir lo que uno es, y transformar el mundo, aunque sea un pedacito, con cada nota.
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