Abanderada a los 89: el deseo de superación es más fuerte
Emma Barraza se levanta antes de que cante el gallo. A los 89 años, se pone de pie sin ayuda. Apenas abre los ojos, apura sus cuarenta y pico de kilos repartidos en una figura diminuta que no llega al metro cincuenta. Parece frágil, pero es ágil, ligera. Después de tomar unos mates, sale al patio. El canto del gallo la suele sorprender contando sus gallinas. «Son 16», precisa. Sabe que si madrugó demasiado el gallo la interrumpirá cuando cuente huevos. «Levanto dos docenas por día», dice, y reconoce que recién este año pudo hacer irrefutables sus cuentas.
Emma llegó a esa escuela pública bonaerense hace tres años. Era la primera vez en su vida que pisaba un aula. No sabía leer ni escribir. Era analfabeta, como muchos de los 70 alumnos que tiene la primaria de adultos de ese pueblo rural, que vive de las vacas y los cultivos, suma unos 6000 habitantes y está 350 kilómetros al oeste de la ciudad de Buenos Aires. Desde que la «seño» Valle la tomó como alumna, aprendió a escribir su nombre, reconoce las letras, copia textos, hace cuentas y sabe cuánto vale cada billete que recibe cuando cobra la jubilación mínima.
El 9 de julio, Emma estaba ansiosa por el desfile por el Bicentenario de la Independencia. Tardó en elegir una pollera marrón entre las treinta y pico que tiene. Se puso medias finas, un saco, aros y una cartera de cuero. Se acomodó los rulos con más cuidado. «Al abanderado lo eligen los alumnos. Y para ese desfile la eligieron a Emma», cuenta Rosana Cattólica, directora de la escuela.
Emma cargó la bandera unos metros y después se la dio a una compañera, pero permaneció como escolta durante las cinco cuadras de peregrinaje. Partieron de la comisaría, dieron la vuelta a la plaza y terminaron ante la municipalidad. «Pensé que nunca iba a llegar a la bandera», reconoce Emma, sin intención de darle más mérito que el que implica para cualquier alumno llegar a ser abanderado.
Emma es una alumna más entre los 67.000 que tienen las primarias de adultos de Buenos Aires. Y al mismo tiempo no lo es. Porque de ese universo de estudiantes que suelen tener más de 50 años Emma es la segunda alumna entre las de más edad de la provincia, apenas unos meses más joven que una abuela de Tres de Febrero, de 90 años. Pero además conmueve su tenacidad por aprender. «En junio del año pasado tuvo un ACV. Se recuperó rápido y volvió a clases. Hasta que, en agosto, un perro le mordió el tobillo. Tampoco se acobardó. Antes de fin de año, se repuso y retomó el estudio», reconstruye María del Valle, que se turna con el portero, la profesora de educación física y la directora para llevar a Emma en auto a su casa tras las tres horas de clase, de 13 a 16. «Ellos la traen. Pero yo la llevo -dice Sara Barrera, de 42 años, que vive detrás de la casa de Emma, su mamá-. Cuando no la puedo alcanzar a la escuela, que queda a 10 cuadras, le digo que no hay clases. Se escapa; dice que va a hacer compras y va a la escuela.»
Los días que Emma se escapa, hace el trayecto en dos partes. Descansa en la heladería El Buen Gusto y después completa las cuatro cuadras para llegar a Villegas 122, la casa de estilo colonial de más de 100 años, paredes de barro, techo de ladrillo y pisos de madera donde funciona la escuela. Hace un par de años, Emma iba sola a la escuela. En ese trayecto reclutó a una alumna. «Juego a la quiniela todos los mediodías y me la cruzaba en la calle. Un día le pregunté a dónde iba. Me dijo: «A aprender a escribir y contar». Le encargué que preguntara si podía ir y pensé que se iba a olvidar, pero les contó y enseguida me llamó la directora para que me sumara», cuenta Beatriz Zárate, de 64 años, que hasta hace dos años apenas había hecho algunos meses de primer grado.
Vida dedicada a la familia
Como Emma y Beatriz, muchos de los alumnos de la escuela tienen un origen humilde y llevaron una vida dedicada al trabajo y a su familia. Son ex peones de campo, trabajadoras domésticas o amas de casa de familias numerosas. Emma no pudo estudiar porque tuvo que ayudar en el campo desde muy chica, cuando su papá perdió un brazo por una infección. Después se casó y tuvo nueve hijos con un peón de estancia. Enviudó joven, hace 40 años, y buscó empleo como doméstica. A Emma la oportunidad de estudiar le llegó de grande, cuando vio que su hija Rosa, de 62 años, completó la primaria en la misma escuela a la que ahora va ella. Y le llegó en el sentido más literal de la palabra, porque la directora fue la que golpeó la puerta de su casa para sugerirle que estudiara. Ese reclutamiento es una práctica común de las primarias de adultos. Dicen que si no lo hicieran la vergüenza que les causa no saber leer y escribir se impondría al deseo de revertir esa condición.
Cuando María del Valle prepara una clase tiene que pensar ejercicios personalizados según el nivel de cada alumno. Mientras Emma deletrea un titular del diario Pinto Hoy, otros hacen un análisis crítico de una noticia. Cuando Emma repasa el valor de un billete de $ 100, otros calculan la cuota mensual de una compra hecha en 12 pagos sin interés. «Aprender estas cuestiones elementales les sube la autoestima, los hace más independientes», reflexiona María del Valle, y remarca además que la escuela los ayuda a sociabilizar.
Hace unas tres semanas, Emma terminó de levantar las hojas de la vereda y la calle. Después de esa tarea pasó la cuadrilla municipal que se ocupa de ese trabajo. Así como estaba, se fue a la municipalidad. Le explicó a una empleada que ella mantenía limpio el espacio frente a su casa. Pidió que no le cobraran más el ABL. La mujer le dijo que como jubilada no debía pagar esa tasa, que estaba eximida. La ayudó con el papelerío y le pidió una firma. Con algo de dificultad, y como lo hace sólo desde hace un año, escribió 11 letras al pie del formulario: «Emma Barraza».
Un padrino para la escuela
La Primaria de Adultos 701 de Gral. Pinto tiene necesidades. Las autoridades reclaman fondos para la merienda y el nombramiento de algunas docentes. También quieren renovar la bandera, que está manchada y ya tiene más de 20 años.
En los festejos del Bicentenario de la Independencia, la comunidad educativa recaudó $ 1200 con las escarapelas de tela que hicieron los alumnos y $ 1100 con las tortas fritas que cocinaron las docentes.
La directora Rosana Cattólica ruega que le publiquen un pedido: «Lo ideal sería que una empresa lea esta nota y quiera apadrinar y ayudar a la escuela».
Fuente: La Nacion / por Javier Drovetto
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