Se presentó el libro “El Fútbol del Sol Naciente”, de Guillermo Blanco
Hace 40 años y parece que fue ayer, rememora el periodista Juan Carlos Morales. “Recuerdo imborrable. Por la forma, el estilo y el impacto. Como rubrica, la confirmación de que Diego Maradona era la nueva estrella del fútbol mundial. Aquello no lo olvidaremos más. Viajé como relator de Radio Rivadavia.
Recuerdo que el pasaje estaba confirmado solamente hasta Los Angeles. El tramo hasta Tokio era vía Varig y figuraba en lista de espera. Ante la incertidumbre ocupé la plaza de un uruguayo que integraba un tour de compatriotas, llevado por un representante oriental, pero que no había renovado su pasaporte, desconociendo tal trámite, en un vuelo que hacía escala en San Francisco y que debía cambiar al arribar a la ciudad californiana. La primera buena noticia es que me tocó compartir pasaje con el querido (Héctor Hugo)) “Negro” Cardozo.
Tuve un contratiempo, me perdí en el aeropuerto de Los Angeles en una conexión. Menos mal que el contacto se apiadó de mí y al grito de “argentino loco” me subió al avión que me esperaba para seguir viaje. A todo esto en la compañía brasileña ya me habían dicho que no disponían de lugar para Tokio. Eramos varios marplatenses. Además del colega Emilio “Yiyo” Arangio, que relató para otra emisora, Vicente “Cholo” Ciano y Julito Abraham. Con ellos compartimos el Hotel Shinagawa y las extrañas costumbres de ese país. Una noche fuimos a un Casino con el cordobés Víctor Brizuela. Ganamos en casi todas las bolas. A nuestro lado había un japonesito que transpiraba y se secaba el sudor con un pañuelo. Convencidos que nos llevábamos una fortuna, acudimos expectantes a la caja, donde una señorita nos entregó unas fichas y nos dijo que eran para jugar la próxima vez. Nos explicó que no se jugaba por plata. Entonces, Brizuela lo miro al japonés que seguía ahí, y ofuscado le dijo.. .”Y vos de qué transpiras…?” El orden y el respeto eran admirables. Solíamos compartir el subte con Enrique Macaya Márquez y Mauro Viale, de ATC. Al terminar cada viaje, previo paso por los molinetes, el control se cumplía con rigor, verificando si el boleto coincidía con el tramo abonado. A nadie del lugar se le ocurría evadir las reglas. Otro hecho que nos llamó la atención fue el recibimiento y el afecto de los empleados de los negocios, que nos atendían descontando la posibilidad de un robo y dejando todo al alcance de la mano.
El clásico rioplatense -en la semifinal- fue un cruce muy especial, bajo la lluvia en el Estadio Nacional de Tokio. Con mi homónimo el colega uruguayo Víctor Hugo hicimos una apuesta sobre el ganador. Acompañado por su comentarista (Poyet) llegó a su cabina con la bandera de su país. Quien arribó “lesionado” al Mundial fue el enviado de “El Gráfico”, Héctor Vega Onesime, como consecuencia de una desafortunada acción en las playas de Hawai. Por eso colaboramos con él como para que nada faltara en tan importante medio. El día de la consagración compartimos contacto telefónico con Muñoz, desde Radio Rivadavia, y Maradona y Menotti desde ese vestuario enloquecido por el festejo y el griterío en Tokio. Por la diferencia horaria, los partidos eran en el amanecer argentino, de allí que en la radio popularizamos una frase que era casi una carta de presentación en cada conquista: “¡Levántese contento, país!” Una vez más el fútbol nos entregaba la sonrisa ausente. Nuevamente los dictadores aprovechaban el momento para disimular los atropellos y violaciones, tratando de adueñarse de todo a través del genio de Maradona y los goles de Ramón, como un año antes había sido con Kempes… Poder cumplir con la vuelta olímpica era una imperiosa necesidad para quienes compartimos la misión del sub 20.
Algunos pudimos, otros no por tener que estar junto al micrófono. El recordado enviado de La Nación, Enrique González Squía, tropezó durante el acto y cayó en la pista de atletismo del estadio Nacional de Tokio. Viajando en un moderno taxi hubo tres cosas que nos llamaron la atención: los guantes blancos del chofer, la marca afamada de los vehículos, que el chofer pedía la dirección en un papel y las casas no tenían números de identificación. Pueblo decente y disciplinado. Un día visitamos la torre de Tokio con Ciano y Abraham.
Al rato nos buscaba el taxista que nos trajo. Era para devolvernos una cámara de fotos que habíamos olvidado en el auto. El valor de la Formula Uno. Los domingos a la mañana, en el estacionamiento del hotel, los japoneses realizaban campeonatos de autos manejados a control remoto y con réplicas de los habituales protagonistas de esa categoría, entre ellos Carlos Alberto Reutemann. Menotti solía compartir algún dialogo con nuestros compañeros en Buenos Aires durante el desarrollo de la tradicional “Oral Deportiva Edmundo Campagnale”, que transmitía LS5 Radio Rivadavia, por entonces “la emisora del deporte”. En una ocasión, el coordinador de la comunicación, de apellido Lanusse, le dice a Muñoz: “Menotti está escuchando la radio…” Y desde el otro lado se siente la voz rezongona de César: “¡Pero nene, qué voy a escuchar la radio, si estoy en Japón!”.
Desde la Argentina llegaban noticias de suspensión de clases para ver la final, el deseo de varios famosos de arribar a Tokio para el cotejo con la Unión Soviética, la desesperación de Videla por saludar a Menotti y Maradona. Y detrás del juego, el interés de una frase cargada de intención : “Los argentinos somos derechos y humanos”. Como un año atrás, el deporte servía para ocultar atropellos y locuras.” Miguel Angel Vicente también fue testigo aquellos días de sol naciente, como enviado especial de Télam. “Aquel Juvenil del 79 nos despertó el hincha. Por su juego, por el embrujo de Maradona, por esa saeta que era Ramón Díaz, por ese aceitado funcionamiento. Había que verlo para creerlo. Y verlo en vivo y en directo tan lejos de casa era un sueño. Ese Juvenil cautivaba. Enseguida sacó patente de equipo invencible y a medida que pasaban los partidos nos hacía crecer el entusiasmo y los nervios. Multiplicábamos las cabalas y cada uno de los que estábamos en Tokio sentíamos que había algo nuestro en esa empresa. Que desde afuera de la cancha también impulsábamos la rueda del triunfo. Pecábamos de petulantes porque no jugamos ni un solo minuto, pero los jugadores no nos reprocharon nada. Todo lo contrario. Las puertas de los vestuarios estaban siempre abiertas para compartir cada momento de emoción. Un regalo inimaginable en estos tiempos de relaciones distantes entre periodistas y jugadores.
Esa noche cálida de Tokio, la de la final, por un momento pareció que la historia no iba a terminar como la habíamos imaginado. Los soviéticos se pusieron en ventaja y el equipo invencible no encontraba la brújula en la cancha. Pero al final del camino esperaba un destino de gloria. Cinco minutos antes del final bajamos del palco de prensa con la excitación a cuestas. Teníamos poca reserva de aire y el único impedimento que asomaba en el camino hacia la cancha era un japonesito con una soga como único elemento para interceptar el paso. Nunca sabremos qué se habrá quedado pensando ese japonés ante la ráfaga de periodistas que cruzaron por la escalera que le habían asignado como custodia. Tal vez comprendió que teníamos que vivir esos momentos allí, al borde de la cancha. Algo de pudor nos quedaba: no dimos la vuelta ni bailamos en el vestuario la danza de la victoria. La contemplamos. Pero no pudimos evitar ni los abrazos ni las lágrimas y vimos reflejados en cada uno de los rostros de esos juveniles el candor recuperado de nuestro espíritu de hincha”.
Quién sabe dónde andaría Vicente la madrugada del festejo. Pensar que durante todo el campeonato Maradona y Barbas habían convocado más de una vez a lo demás para serenarlos, aconsejarlos que lo mejor era cuidarse, no cometer ningún exceso “corporal’’, que ya habría tiempo para todo. Y ese todo era ahora, después de la vuelta olímpica, es el viaje de una hora en micro, con Diego en la quinta fila abrazando la Copa, Menotti con Hugo Dorée, cerca Poncini, y una especie de ruego previendo algún festejo excesivo antes de bajar e ir a las habitaciones. “No olviden que son campeones mundiales”. Ahora ya es hora de cambiarse y con sus trajes marrones, camisas blancas y corbata, de bajar al inmenso salón del Takanawa hotel, bailar, reír y asombrarse ante un Pelado Díaz en general introvertido que sube al escenario, toma el micrófono y comanda la acción. Y a Piaggio tomando una guitarra y demostrando que es algo más que un marcador central… Y al doctor Leali aún lagrimeando de felicidad, repitiendo que no podía creer lo que estaba viviendo, con menos de un año como médico del plantel.
Por Guillermo Blanco
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