Hace camino al andar
En medio de un nuevo desafío en la ciudad que lo vio triunfar, Omar Santorelli se detiene para repasar su historia y entender el presente. El fútbol como una forma de comprender la vida.
La figura de Omar Santorelli es la del caminante. Y en ella, la silueta de miles de pibes que se ven por ahí. Van mezclados en el anonimato de un aeropuerto, por ejemplo. Gorra Nike para atrás, bermuda apenas por encima de sus rodillas y zapatillas deportivas. Auriculares que cuelgan en su cuello. Gemelos brillantes por la depilación y botinero bajo el brazo derecho, rozando la cintura. Van solos. Y aunque miran a sus alrededores, están enfrascados en alguna gambeta, en una diagonal para quedar mano a mano, en la presión alta. Quizá ahí va alguno que juega en la cueva e imagina algún cruce a la espalda del lateral. Son futbolistas. Del interior y del ascenso, que recorren distintos caminos para sostener la pasión por el fútbol, la ilusión.
Santorelli ya no es futbolista; es entrenador. Pero mientras espera, en la vereda de su nuevo hogar transitorio, me recuerda al caminante. Lleva ropa deportiva, el silbato colgando y un bolso que cruza su pecho. Con sesenta y cinco años, ya hace más de veinte que lidera grupos y ahora lo hará una vez más en Once Tigres, club en el que ya ha hecho historia.
“Estoy acá porque quiero estar”, dice en el auto, con anteojos de sol y mirando al frente. “Me llamó el papa Salva y ni lo dudé. Tengo sesenta y cinco años. A esta altura de mi vida, quiero estar tranquilo”, agrega mientras nos acercamos al estadio.
El “Loco”, como él mismo se dice, ha transitado muchas veces el verde césped. Pero el de “El Coqueto” tiene siempre un sabor especial. Por eso es que la charla se construye mientras recorremos la cancha. Aunque, claro, su historia con el fútbol no comienza ni se agota en el tigre; viene de mucho antes: “Yo no podía caminar. Tenía un problema. Hasta que me tiraron una pelota. Ahí empecé a caminar”. Ése es su primer rastro, la primera huella.
De Chivilcoy, hizo sus inicios en Colón. Años después emigraría a Nueve de Julio, a Dennehy, famoso equipo de la década del 70: “Yo jugaba de cinco pero después me mandaron a la cueva. Era muy inteligente. Ya sabía que iba a ser técnico”.
En Nueve de Julio conoció a Oscar Carranza. El sodero lo llevó a la selección de la ciudad y le dio confianza. Pero lo más importante no fue que lo seleccionara; fue que le enseñara: “Carranza es mi maestro.” Ante la pregunta lógica de qué le enseñó, Santorelli no duda. Eléctrico, con lo ojos abiertos pero con las manos inquietas, dice: “Disciplina”. Pausa y luego desarrolla: “Disciplina. Me enseñó lo que era la disciplina. Yo tenía veintiún años. Me di cuenta que lo mío era el fútbol porque el fútbol es disciplina.” Y luego agrega: “En el fútbol no es lo mismo entrenar que enseñar. Hay muchos buenos entrenadores, pero pocos maestros. Hay algunos que consiguen resultados pero es lo único que consiguen. No dejan ni enseñanzas, ni legado, ni estilo en el alma de nadie.”
Luego el fútbol lo llevó a jugar en el conurbano. Flandria y Chacarita, entre otros. Viajaba desde Chivilcoy, siempre dividido entre el fútbol y su familia. En el funebrero, además, conoció a Juan Manuel Guerra, otro director técnico importante en su carrera.
En esos años, mientras recorría diferentes canchas de Buenos Aires, comprendió cuál es la diferencia entre el fútbol del interior y el del conurbano: “La pasión. El fútbol de allá es más pasional. Hay otra realidad, hay mucha presión del medio. El jugador lo vive de otra manera. Laferrere, por ejemplo, es todo un mundo, va muchísima gente. Entonces el jugador se siente más identificado con la camiseta”. Pero también se vivía con adrenalina, con locura: “una vez (ya siendo técnico) llegamos a la cancha de San Martín de Burzaco. El profe era Darío Speranza, que después fue intendente de Chicilvoy. Tenía un susto. Me mira, me codea y me dice: ¿acá vamos a jugar? Vámonos que nos van a matar. Era terrible cómo estaba esa cancha.”
A comienzos de la década del 90 dejó de jugar y comenzó como entrenador. Una carrera que le permitió transitar por varios lugares: Flandria, Defensores de Belgrano, San Telmo y Dock Sud, entre otros. Pero en 2010 lo llamaron para venir a 9 de Julio. Once tigres, requería de sus servicios. El Loco aceptó y el tigre fue campeón invicto del Torneo del Interior.
Santorelli se lleva los dedos al mentón. Cierra los ojos y recuerda: “Ese equipo tenía mucha intensidad. Te mataba. Es el equipo que mejor representó mis ideas.” ¿Y recordás los nombres, Omar? “Sí”, dice. Estira la “i” y la convierte en “e”: “Siieeee”. Pierde la mirada, con la mano derecha se toma el dedo meñique de la izquierda, y enumera: “Cacho; Di Zeo, Zamprogna, Celín, Inchausti; Carreta González, Muñoz, Venditto, San Miguel; Ascani y Montenegro.” Después agrega: “También estaban el Pato Torres, Bossio, Maccagnani”.
El rendimiento fue muy bueno también en el Argentino B. A tal punto que estuvo en instancias finales, aunque una derrota con Alvarado en Mar del Plata, lo dejó afuera. Sin embargo, el campeonato más difícil por esos años fue el económico: “Nosotros comíamos sándwiches arriba del colectivo, ni parábamos. Lo ideal sería viajar un día antes, comer bien pero nosotros no podíamos hacerlo”. Hoy, a la distancia, Santorelli lo cuenta casi con orgullo. Y luego, claro, de haber recompuesto su relación con Fernando Salva, presidente de aquel entonces: “A Salva no se lo reconoce como merece. Es el único que encaró un proyecto así en 9 de Julio. Esas cosas hay que valorarlas”.
Santorelli no mira hacia atrás con bronca o rencor. Por eso, cuando Salva lo llamó, no dudó: “Me llamó, me dijo lo que quería y coincidió con que yo quería estar acá. Así que vinimos”. Suelto, descontracturado: así lo dice el Loco. Quien a la hora de juzgar prefiere callar y define con contundencia: “Soy el ejemplo más perfecto de que nada es perfecto”.
La charla sigue y El Coqueto, de a poco, recibe gente. Santorelli había programado un entrenamiento para las dos y media. Quince minutos antes, algunos jugadores con los botines en sus manos y entre risas llegan al estadio. Mientras, el antebrazo derecho del DT muestra un tatuaje: “LOCO AMOR”. “¿Esto?”, pregunta Omar. “Esto lo tengo yo y todos mis hijos. Mirá, hay una sola cosa de la que me arrepiento: de haber hecho sufrir a mis hijos. Después no me queda nada pendiente”.
Aunque pendiente está el debut de un documental del cual es uno de los protagonistas: Contrapelota. Un film que narra, según los autores, un fútbol genuino: el del ascenso. Ya fue presentado en México y en Europa. Pero el 24 de mayo estará en Nueve de Julio.
Omar Santorelli. Un caminante del fútbol, que a los sesenta y cinco años tiene el tiempo y la sabiduría suficiente para observar a su alrededor y disfrutar del presente. O para mirar hacia atrás, y continuar la caminata con los brazos en la espalda y el silbato en el pecho. Un caminante que, a diferencia de otros, está donde quiere estar y que su única condena es la de dejar huellas.
Producción: Facundo Berazadi, Gustavo Abraham y Juan José López.
Fotografías: Gustavo Abraham
Redacción: Juan José López
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