Vicentin. Alberto Fernández choca con el muro que venía a derribar
El experimento Vicentin expuso al Gobierno tempranamente a los límites de su poder. Heridos, Alberto Fernández y Cristina Kirchner se enfrentan ahora a la reflexión que evitaron dos semanas atrás: ¿valía la pena arrojarse a un inmenso conflicto político y económico por un grupo empresario que extravió el camino?
El banderazo que en pleno aislamiento se expandió desde el campo a las ciudades reflejó el temor cristalizado en amplios sectores de la sociedad respecto de un retorno al autoritarismo y a medidas contra la propiedad privada. «Libertad» fue la palabra más repetida en las concentraciones, inorgánicas y sin presencia de opositores.
Fernández había habilitado de urgencia el estudio de una alternativa a la expropiación lisa y llana cuando desde Santa Fe el gobernador Omar Perotti anticipó el jueves dos novedades. La primera, que el juez que lleva el concurso de Vicentin, Fabián Lorenzini, fallaría en contra de la intervención estatal en la empresa. La otra, que la protesta que se estaba gestando iba a ser masiva, al menos en su provincia.
Una vez que constató la derrota judicial, el Presidente amagó un retroceso. Perotti reflotó el proyecto de asociación público-privada; sin los dueños de la empresa, pero sin expropiar. ¿Implicaba un despertar del sueño de la «soberanía alimentaria»? La respuesta, otra vez, surgió del territorio Cristina. Su asesora Graciana Peñafort argumentó el viernes en un hilo de 25 tuits que el fallo de Lorenzini era «un escándalo jurídico».
Fernández lo republicó antes de la medianoche, con un mensaje en el que parecía descubrir en un juez de pueblo a un agente oculto de los poderes concentrados. Al amanecer se plantó en una entrevista con términos calcados a los de Peñafort. Descalificó el fallo y dijo con todas las letras que si el tribunal no acepta el plan Perotti la «única opción» será la expropiación. Llegó a afirmar que «los DNU son leyes», en una simplificación sintomática del concepto que tiene el kirchnerismo de la institucionalidad. A los que protestan los tildó de «gente confundida».
Debo admitir que vale la pena leer este análisis de @gracepenafort para poder entender mejor cómo pasan las cosas que pasan en nuestra Argentina.
Buscando soluciones mejores, uno puede encontrarse con resoluciones peores. https://t.co/QpdsVnHgZb— Alberto Fernández (@alferdez) June 20, 2020
El sector del kirchnerismo que no maquilla sus ideas encontró en el fallo de Lorenzini combustible para exigir ya una reforma judicial. Y aplaudió la presión pública que le aplicó el Presidente. «No hay marcha atrás», fue el eslogan repetido como festejo de gol en las redes, con la diputada Fernanda Vallejos (aquella de las «ideas locas») como primera difusora. Perotti contiene la respiración.
El ruido en las calles
Los cacerolazos, bocinazos y caravanas sacudieron el último sábado de otoño. En las calles se mezclaban el rechazo a la estatización de Vicentin con el hartazgo por la cuarentena sin final. Es el kirchnerismo rebotando otra vez con los mismos muros. Aquellos que la versión moderada de Fernández prometía derribar, como parte del plan «volver mejores».
La ilusión de unidad nacional que trajo el coronavirus quedó definitivamente diluida. Muchos dirigentes oficialistas, incluso miembros del Gabinete, no aciertan a entender qué razones convencieron a Fernández de avanzar sobre una empresa agroexportadora en concurso de acreedores en un momento en que el humor social está en baja después de 90 días de cuarentena sin salida a la vista, la economía sigue estacada y la billetera del Estado empieza a secarse.
El proceso de toma de decisiones en el Gobierno quedó enrarecido. Cada vez que el Presidente tiene que decir «lo resolví yo y no Cristina» rifa una dosis de autoridad. Los grandes empresarios abandonaron la diplomacia y rechazaron la estatización. Un aliado moderado de Fernández como es Roberto Lavagna quedó perplejo con la noticia, de la que se desayunó pocas horas después de un almuerzo con el Presidente.
Pero lo más sintomático fue la reacción del peronismo. El ministro del Interior, Wado de Pedro, trabajó sin éxito para conseguir un apoyo coordinado de los gobernadores al proyecto expropiatorio. Volvió un silencio desolador.
El cordobés Juan Schiaretti fue muy crítico en privado, aunque se cuida en público. Es un hombre muy sensible al rechazo de su electorado al kirchnerismo (la protesta fue allí contundente) y sabe que apoyar una medida como la de Vicentin tendría un costo altísimo para él. Sus diputados en el Congreso son clave para que el Gobierno apruebe un eventual proyecto de expropiación.
Sergio Massa -socio clave del Frente de Todos- también evitó pronunciarse. A él le tocará, si finalmente se presenta, juntar los votos para convertir en ley la estatización.
El debate interno en el oficialismo -o entre Alberto y Cristina- se acentúa después de las protestas en las rutas y las calles de todo el país, desde Avellaneda (Santa Fe) hasta el Obelisco. ¿Se está gestando otra crisis como la de la 125, con la confluencia entre el agro y las clases medias urbanas? ¿Le están dando a una oposición mucho más sólida que la de 2008 alimento para fortalecerse?.
Entonces el kirchnerismo peleaba por captar millones de dólares en retenciones. Ahora, por el control de Vicentin para convertirla en «empresa testigo» en el sector agroexportador. El paso lógico, después de expropiar, pasaría por tomar medidas que potencien el volumen y la influencia de Vicentin. Es decir, poner curso de conflicto permanente.
El plan estatizador pesó en el fracaso de las negociaciones por la deuda. Dejó debilitado al ministro de Economía, Martín Guzmán, en su batalla por convencer a los bonistas de que no les está ofreciendo papel pintado porque la Argentina se encamina a una senda de equilibrio económico. La pregunta maldita que no consigue responder: ¿cómo un Estado quebrado quiere quedarse con una empresa que debe 1500 millones de dólares?
Poco ayudan las señales discursivas de Fernández. Su gran frase en una semana negra -que incluyó la retirada de la mayor aerolínea privada que operaba en el país y un fuerte salto de contagios de coronavirus- fue: «Ya habrá tiempo para arreglar la economía». Sonó a confesión de lo que sospechan inversores, empresarios, gremialistas y políticos respecto de la ausencia de un programa o siquiera de la noción de un punto de llegada tras la disrupción que impuso la cuarentena.
La caja se agota
Al patear para un después indefinido la búsqueda de soluciones, el Gobierno sigue secando la caja. Hasta mayo la emisión monetaria sumó 1 billón de pesos. En términos reales implica el mayor uso de la impresora de billetes en 30 años. El Ministerio de la Producción ya resolvió reducir el universo de empresas que podrán percibir la ayuda para pagar sueldos. Y en la Anses se estudian alternativas al Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), para ser más restrictivos.
El panorama raquítico del tejido empresarial se agrava ante la incapacidad de la Argentina para obtener financiación a tasas razonables, como sí pueden hacer casi todos los vecinos de la región. Emitir o subir los impuestos son las únicas herramientas a mano para Fernández. Las puede seguir usando a riesgo de condenar al país a ser cada día menos competitivo.
El Presidente se concibió a sí mismo como el Kirchner de 2003, que condujo la salida rápida de la depresión de 2001-2002. Algunos en el peronismo -menos atentos a la corrección política- lo comparaban con el primer Menem, que después de un inicio traumático logró el despegue económico con medidas distintas a las que se esperaban de él.
Los dos expresidentes lograron resurgir de crisis dramáticas gracias, en primer lugar, a ventajas del contexto internacional con las que hoy no cuenta Fernández, inserto en un mundo devastado. La recesión que heredó de Mauricio Macri parece un bache menor al compararla con la maldición que desató el virus.
Pero hay otra característica que, incluso en sus diferencias, unió a Menem y a Kirchner: un liderazgo político claro e inequívoco.
El caso Vicentin exhibe a Fernández oscilando entre recetas que se creían ajenas y esbozos de algo distinto. En ese péndulo se define el perfil todavía incierto de su gestión.
Por Martin Rodriguez Yabra / La Nacion
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