Nuevejuliense
“Yo era más chiquita que un paquete de harina”
Agustina Lugano (33) pesó al nacer 850 gramos. Los médicos le dieron pocas chances de vida, pero sus padres no bajaron los brazos. Dentro de poco se recibirá de neonatóloga.
Agustina Lugano (33), nació el 19 de marzo de 1981 en la localidad bonaerense de 9 de julio, donde residían, mientras Guillermo, su padre, estaba trabajando. Había alcanzado solo cinco meses en el vientre de su mamá, Ana Inés. “Pesé 850 gramos. No había manera de que ellos estuvieran preparados, cuenta, refiriéndose a sus padres. Yo era más chiquita que un paquete de harina”. El médico a cargo del parto advirtió que sobreviviría únicamente si la trasladaban a la Capital Federal. “Papá decidió intentar todo lo que fuera posible para salvarme”. Lo primero que hizo fue bautizarla.
A falta de incubadora o avión sanitario improvisaron una cunita con una caja metálica, colocaron bolsas y botellas de agua caliente para cuidar su termorregulación. A sus órganos les faltaba desarrollarse, entre tantas otras complicaciones que prefiere no enumerar. Y así, la recién nacida, el padre y la doctora Mabel Hayes salieron hacia la ciudad. La madre recién pudo viajar al día siguiente.
En el primer sanatorio al que fueron, gracias a la gestión de un tío médico, diagnosticaron que ya no había nada por hacer. No se dieron por vencidos. A instancias del tío llegaron al Sanatorio Otamendi. Allí los recibió el doctor Luis Prudent. La primera noche fue difícil: Agustina presentaba una hematoma generalizada y alteraciones en el hígado. “Siempre me interesó esta historia que me tuvo de protagonista. Mi origen es parte de mi identidad…”
Después de la incubadora
Agustina alcanzó la llamada “edad corregida”, el tiempo en que los órganos se desarrollan y se estabilizan después de tres meses de incubadora. Entonces, un 24 de julio, permitieron que la llevaran a su casa. Ahí la esperaba un cuarto especial y el cuidado de una enfermera que les enseñó a sus padres infinidad de secretos para la nueva etapa. Cuestiones tan simples, tan delicadas y tan básicas como, por ejemplo, dar la mamadera, facilitar el proceso de vinculación.
A los dos años fue descartado el riesgo de daño cerebral. La única secuela fue una retinopatía que le afectó el ojo derecho, con el que ve en sombras, pero que pudo compensar con el ojo izquierdo y que más tarde no le impediría manejar.
La infancia no resultó simple. La familia se instaló en la capital, en Barrio Norte, cuando ella cumplió los siete años. A causa de la miopía tenía que usar unos anteojos de vidrios muy gruesos. “Cuatro ojos”, le decían los chicos y la burla le dolía. “Esto me pasa porque nací así”, se justificaba. A los seis años pudo sentirse mejor: empezó a usar lentes de contacto. Pero igual seguía siendo la rara porque necesitaba sentarse adelante para poder ver bien el pizarrón. “Los chicos me decían: ‘Pobre, nació prematura’. Me hería escucharlo, después lo empecé a aprovechar como un beneficio, hasta que también que me cansé de eso”.
Agustina nunca se sintió víctima. En la primaria, en el Mallinckrodt, practicaba deportes. Los fines de semana, en el campo, cabalgaba, trepaba a los árboles. Fue así como ganó confianza y amigos. Más tarde, en la secundaria, hacía actividades solidarias, misionaba, nunca se quedaba inactiva.
Cuando le llegó el momento de elegir una profesión optó por kinesiología y terapia física. Se estaba aproximando a una manera de “devolver algo de lo recibido”. Y si bien armó su consultorio, en algún punto todavía estaba insatisfecha, sentía que necesitaba darle más tiempo al vínculo con los pacientes. Por eso, en 2006 empezó a estudiar una nueva carrera: enfermería.
Revivir la historia
Estaba haciendo prácticas en neonatología cuando le tocó atender a una madre de mellizas que guardaba reposo para prolongar lo máximo posible el embarazo. Pero al llegar al hospital, un día, Agustina encontró que las mellizas habían nacido. Habló con la mamá, la ayudó a subir a la silla de ruedas, le preguntó si se animaba a verlas. “A los padres les cuesta mucho mirar a su hijo en una incubadora. Lo esperado es que nazca sano, tenerlo en brazos”. Se mantuvo firme junto a la madre hasta que salió a la calle. Recién entonces pudo aflojarse y llorar. “Habían nacido a los cinco meses y medio de gestación, igual que yo”.
Agustina se recibió de enfermera en 2012. Inevitablemente, en cada parto prematuro revivió su historia, maravillándose. “Si a los nacidos en término les cuesta adaptarse a la temperatura, a la luz, a los ruidos, imagináte a los prematuros. Es impresionante verlos pelear por la vida, ver cómo van regulando la frecuencia cardíaca, la respiración, cuando están en contacto con la madre. Es muy conmovedor, milagroso”.
Ahora, en poco tiempo, Agustina se recibirá de neonatóloga, especialización a la que planea dedicarse por completo. Fue una neonatóloga la que le había dicho que su ideal era ayudar a los bebés en sus primeros pasos, ayudarlos a desarrollarse y crecer. “Eso fue lo que hicieron conmigo”, reflexiona Agustina: “Todos los que me ayudaron armaron una cadena de manos que me permitió vivir. La mía es una historia de amor”.
La historia de Agustina integra, junto a otras, el libro Historias Prematuras , publicado bajo la dirección editorial de Zulma Ortiz, especialista en salud de UNICEF, como parte de la campaña sobre prematurez, la primera causa de mortalidad infantil en la Argentina. “Nada es casual. Yo aprendí a aceptar la vida como me tocó. Cuando era chica me preguntaba ‘por qué’. Cuando crecí empecé a preguntarme ‘para qué’ y al ejercer como enfermera empecé a descubrir la respuesta”.
Durante las prácticas como enfermera pocas veces confesó que al nacer era más chiquita que un paquete de harina; sin embargo su experiencia se convirtió en una fuerza oculta que dio esperanzas cuando le tocó acompañar a padres en partos prematuros. Agustina creció lo bastante como para sostener a otros.
¿Cómo se construye una narración propia y en primera persona a través de los relatos de los demás?, preguntamos. Responde: “Al principio una se queda con lo que cuentan, con los miedos ajenos. Hasta que después aprende a soltar, a decir ‘acá estoy’, y se empieza a construir desde el hoy. Lo más difícil fue quitarme el rótulo de prematura, la idea de que yo no iba a poder. Durante muchos años sentí que debía dar examen. Ya no. Ahora soy tan capaz como cualquiera. Mis padres me ayudaron a que soltara mis miedos, a que me animara a probar. Siempre digo que ellos fueron mis primeros y mejores enfermeros”. Cada 19 de marzo Agustina se remite invariablemente al primer día de su vida. No se considera una sobreviviente, sin embargo celebra a lo grande el regalo de estar viva.
Fuente: Clarín Mujer
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